Hace unos días asistí como observadora a una jornada formativa en la cual, entre otras cuestiones, se trataba la gestión del cambio.
Escuchando a Gonzalo Martínez de Miguel hablar sobre la fórmula del cambio conecté esta fórmula con una idea que leí hace algún tiempo en el libro “No es lo mismo” de Miriam Ortiz de Zárate y Sivia Guarnieri.
Los juegos que jugamos. Ganar, no perder, perder y no jugar.
Sintetizando mucho el concepto, jugamos a ganar cuando tenemos muy claro el objetivo, ponemos toda nuestra energía y creatividad en alcanzarlo, aceptamos que nos equivocaremos en el camino, somos conscientes y asumimos el coste que ello supone, así como aquello a lo que habremos de renunciar y por último aunque no menos importante, perseveramos.
Jugamos a no perder cuando también tenemos un objetivo, sin embargo, por las razones que sean, valoramos más lo que ya tenemos que lo que nos decimos que queremos alcanzar. Por tanto arriesgamos con la boca pequeña, no estamos dispuestos a perder ciertas cosas, y si para alcanzar el objetivo llega un momento en que tengo que elegir, abandono el que me dije que era mi objetivo, en pro de conservar algo que para mí es más importante… o que sencillamente no estoy dispuesta a sacrificar.
Jugamos a perder cuando nos decimos que tenemos un objetivo, aunque desde un principio nuestra actitud es la de “no lo voy a conseguir”, puede que en tu cabeza te digas cosas como “yo no valgo para esto”, “esto es muy difícil o no se ha hecho antes”, “en mi sector las cosas son así”… si este es el discurso imperante, será muy poco probable alcanzar el objetivo. Ni siquiera evaluamos cómo de importante es para nosotros alcanzar el objetivo, o perder ciertas cosas por el camino. El elemento limitante es previo a todo eso. Simplemente mi energía y actitud bloquean el cambio. Incluso puedo llegar a frustrarme porque me digo que yo querría alcanzarlo. Así de sofisticados somos con las mentiras que nos contamos y nos creemos.
El último juego es el de no jugar. Este es el juego en virtud del cual cuestionamos permanentemente las reglas del juego. Nos rebelamos ante lo establecido, nos parece que nadie escucha nuestra voz y nos sentimos excluidos. La cuestión es que lo que penaliza a este tipo de juego es que no acepta el marco de juego, por tanto no puede cuestionar, transformar o proponer nada, hasta el momento en el cual acepte las reglas básicas.
Como si quisiéramos reformar la Constitución fuera de los marcos legales establecidos para su reforma. O jugar al baloncesto sin aceptar que si doy tres pasos con el balón en las manos me pitan falta. Porque en mi barrio se juega así. O porque yo considero que esto es una mejora esencial que yo quiero introducir en la normativa. Porque yo lo valgo.
Ante una situación en la que se avecina un cambio, como organización podríamos actuar de modo proactivo o reactivo.
En el cambio proactivo las personas encargadas de definir las estrategias en las organizaciones juegan a ganar, eligen ver por dónde van las tendencias y los acontecimientos y son capaces de adelantarse a la mayoría, y aceptar el coste que ello supone.
Aunque la necesidad de cambiar ya exista, en ese momento no se percibe como dramática, esencial, una cuestión de supervivencia.
La resistencia que encontrarán para llevar a cabo ese cambio, dado que la necesidad no es dramática en ese momento, será en consecuencia mayor. Por ello, es tarea de quien diseña un cambio proactivo, escuchar de manera profunda de qué habla esa resistencia. Qué emociones contiene la resistencia (miedo, enfado, rechazo, sorpresa) y cómo están conectadas con algo más profundo que las activa. Las necesidades de seguridad, identidad, previsibilidad, el reconocimiento…en cada situación se darán con matices distintos.
Reflejar las necesidades y sentimientos que alimentan la resistencia calma a los individuos y promueve un clima de comunicación y confianza.
Hay algo muy interesante en relación a esto de reflejar sentimientos y necesidades. El mero hecho de hacerlo, de hablar de lo que estás percibiendo, contribuye a que la persona que lo siente y lo necesita, al ser reconocida por ti en esas circunstancias, y aunque siga sintiendo y necesitando esas cosas, experimenta la sensación de que lo que le sucede es aceptado, y acogido.
Esto es esencial para poner la resistencia a favor de nuestros propósitos. Para que todos en la organización, una vez han podido expresar cómo se sienten, y han sido escuchados, entiendan la necesidad de llevar a cabo ese cambio y se pongan a ello.
En el otro escenario, cuando el cambio es reactivo, hay menos tiempo para escuchar. La inminencia de los efectos perversos que implica no cambiar, puede llevar a los responsables de gestionar el cambio a tomar una actitud basada en la urgencia.
Las organizaciones que llevan a cabo cambios reactivos, pueden haber estado jugando a no perder su status durante mucho tiempo, y ello les ha impedido subirse al tren del cambio en el primer vagón. Con mucho esfuerzo y trabajando muy bien en equipo, quizá logren subirse al vagón de cola, aunque el coste que eso supone en competitividad es ineludible.
Aún en este caso, si la organización quisiera cuidar a las personas, que por otro lado serán las que, de hecho vivan el cambio y contribuyan con su actitud en el día a día a que sea sostenible, sería de nuevo necesario que se tomara el tiempo de escuchar cómo se sienten en relación al reto que tienen por delante y, en la medida de lo posible en cada caso, apoyarlas en el desarrollo de habilidades que les permitan afrontar el nuevo escenario dando lo mejor de sí mismas.
En cuanto a los juegos de perder o no jugar, aunque son legítimos y entran dentro de lo posible en muchas organizaciones, en ningún caso apoyan a la consecución de un cambio eficaz, ni proactivo ni reactivo.
Los cambios son parte de la vida. Poner nuestras necesidades y emociones a favor de nuestros propósitos depende de cada uno de nosotros.
Decide a qué quieres jugar.
María